Confieso que he bebido en La Nación
>> martes, 27 de diciembre de 2011
Libro revive aventuras poético-patacheras de Jorge Teillier
“Confieso que he bebido” reúne las 19 crónicas que el poeta Jorge Teillier publicó a principios de los años ochenta en el “Suplemento Gastronómico” de “El Mercurio. Desde las maltas con huevo y chichas dulces colegiales, hasta sus años de profesor, con tercer tiempo en "Las Lanzas", salen a flote en esta recopilación.
Fuente: La Nación.cl
26 de diciembre de 2011
Por: Gonzalo Abrigo
Nada menos que a Pablo Neruda, poeta sibarita por derecho propio, es a quien Jorge Teillier parafraseaba en noviembre de 1980, cuando trastocaba el solemne “Confieso que he vivido” de sus clásicas memorias por una frase que al Nobel capaz que hasta le haya hecho gracia. “Confieso que he bebido” fue el título de su primera prosa para la sección “La Lira Gastronómica”, espacio abierto por Enrique Lafourcade al interior de uno más amplio: el “Suplemento Gastronómico” de El Mercurio.
26 de diciembre de 2011
Por: Gonzalo Abrigo
Nada menos que a Pablo Neruda, poeta sibarita por derecho propio, es a quien Jorge Teillier parafraseaba en noviembre de 1980, cuando trastocaba el solemne “Confieso que he vivido” de sus clásicas memorias por una frase que al Nobel capaz que hasta le haya hecho gracia. “Confieso que he bebido” fue el título de su primera prosa para la sección “La Lira Gastronómica”, espacio abierto por Enrique Lafourcade al interior de uno más amplio: el “Suplemento Gastronómico” de El Mercurio.
Recopiladas íntegramente por el periodista Pedro Pablo Guerrero y prologadas por Ramón Díaz Eterovic, las 19 crónicas publicadas ahora por editorial Fondo de Cultura Económica llevan el mismo título paródico de esa columna. En ella Teillier partía un poco disculpándose, auxiliado por un poema del extraviado Hölderlin, como para que nadie -ningún nerudiano- se lo fuera a tomar a ofensa: “Los poetas son ánforas sagradas/donde se guarda el vino de la vida”.
HIJOS DE TALTAL
Acto seguido, Teillier confesaba haber bebido desde sus tiempos de liceano, partiendo por la chicha dulce de manzana, la malta con huevo y la pílsener. Ya en la Universidad de Chile, las clases en el Instituto Pedagógico tenían su obligado tercer tiempo en picadas como Las Lanzas o Los Cisnes. En otra variante de lo mismo, junto a camaradas como Teófilo Cid o Carlos de Rokha, pasaban de la lectura en la Biblioteca Nacional a la tertulia infinita propiciada por los restaurantes a mano: El Bohemio, El Centro Republicano Español o el Club de Hijos de Taltal.
Picadas y tugurios hoy casi la totalidad desaparecidos (como toda esa época), y que podían aparecer por Santiago Centro, Ñuñoa, Vitacura o Las Condes. De esta última comuna Teillier describe su favorito, La Orquídea, “que uno no necesita regar, sino donde le dan a regarse”. Bar excepcional, próximo al metro de Escuela Militar, donde era posible tomar un vaso de vino en el mesón, verdadero milagro para un sector “poblado de ‘drives in’, ‘discoteques’, ‘snacks bars’, ‘hamburguerías’ y americanizados lugares por el estilo”.
Otro favorito: el Café Sao Paulo. La generación literaria del 50 tenía ahí su centro de operaciones. Escritores como Enrique Lihn o Claudio Giaconi, convergían en calle Huérfanos para escribir, discutir, intercambiar libros o jugar ajedrez. Y según el retrato de Teillier, además de café, la cerveza —“el rubio líquido”— también corría parejo.
Son muchos los nombres que circulan en estas crónicas: sucuchos y fuentes de soda, bebidas y comidas, escritores y amigos, dominios a la larga perdidos que el poeta de Lautaro puso como protagonistas de sazonados encuentros. Pero no sólo de Chile. También se dio tiempo para probar bocados extranjeros y paladear historias foráneas de sobremesa.
SOPA FRÍA
A propósito de Rumania describe “la chorba”, especie de sopa fría que incluye trozos de cordero, cerdo y pescado “aliñada con ortigas y lechugas, y rociada con salsa de tomate”. Asimismo, el autor de “Muertes y Maravillas” logra introducirnos en la apetitosa cocina hondureña: iguana acompañada de maíz tostado, tortuga en coco o ensalada de caracoles. Completan las sugerencias exóticas platos degustados en algún “huarique o sitiecito” del populoso barrio de Balconcillo en Lima o en el restaurante El Gallo Pinto de Panamá.
El gusto de Bach por el café (compuso hasta una cantata) o el menú de la última cena que reunió a Goethe y su querida Carlota, también valen para conocer a un Teillier en prosa a principios de los años 80. La notable pureza de sus poemas tiene en estas crónicas su prolongación natural. Un asombro genuino ante el ñachi mapuche o la Emulsión de Scott, que no es de extrañar, pues el poeta siguió haciendo lo mismo: intuía que todo, más temprano que tarde, desaparecería. Y entonces, otra versión de la nostalgia: brindar.
Acto seguido, Teillier confesaba haber bebido desde sus tiempos de liceano, partiendo por la chicha dulce de manzana, la malta con huevo y la pílsener. Ya en la Universidad de Chile, las clases en el Instituto Pedagógico tenían su obligado tercer tiempo en picadas como Las Lanzas o Los Cisnes. En otra variante de lo mismo, junto a camaradas como Teófilo Cid o Carlos de Rokha, pasaban de la lectura en la Biblioteca Nacional a la tertulia infinita propiciada por los restaurantes a mano: El Bohemio, El Centro Republicano Español o el Club de Hijos de Taltal.
Picadas y tugurios hoy casi la totalidad desaparecidos (como toda esa época), y que podían aparecer por Santiago Centro, Ñuñoa, Vitacura o Las Condes. De esta última comuna Teillier describe su favorito, La Orquídea, “que uno no necesita regar, sino donde le dan a regarse”. Bar excepcional, próximo al metro de Escuela Militar, donde era posible tomar un vaso de vino en el mesón, verdadero milagro para un sector “poblado de ‘drives in’, ‘discoteques’, ‘snacks bars’, ‘hamburguerías’ y americanizados lugares por el estilo”.
Otro favorito: el Café Sao Paulo. La generación literaria del 50 tenía ahí su centro de operaciones. Escritores como Enrique Lihn o Claudio Giaconi, convergían en calle Huérfanos para escribir, discutir, intercambiar libros o jugar ajedrez. Y según el retrato de Teillier, además de café, la cerveza —“el rubio líquido”— también corría parejo.
Son muchos los nombres que circulan en estas crónicas: sucuchos y fuentes de soda, bebidas y comidas, escritores y amigos, dominios a la larga perdidos que el poeta de Lautaro puso como protagonistas de sazonados encuentros. Pero no sólo de Chile. También se dio tiempo para probar bocados extranjeros y paladear historias foráneas de sobremesa.
SOPA FRÍA
A propósito de Rumania describe “la chorba”, especie de sopa fría que incluye trozos de cordero, cerdo y pescado “aliñada con ortigas y lechugas, y rociada con salsa de tomate”. Asimismo, el autor de “Muertes y Maravillas” logra introducirnos en la apetitosa cocina hondureña: iguana acompañada de maíz tostado, tortuga en coco o ensalada de caracoles. Completan las sugerencias exóticas platos degustados en algún “huarique o sitiecito” del populoso barrio de Balconcillo en Lima o en el restaurante El Gallo Pinto de Panamá.
El gusto de Bach por el café (compuso hasta una cantata) o el menú de la última cena que reunió a Goethe y su querida Carlota, también valen para conocer a un Teillier en prosa a principios de los años 80. La notable pureza de sus poemas tiene en estas crónicas su prolongación natural. Un asombro genuino ante el ñachi mapuche o la Emulsión de Scott, que no es de extrañar, pues el poeta siguió haciendo lo mismo: intuía que todo, más temprano que tarde, desaparecería. Y entonces, otra versión de la nostalgia: brindar.
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