Alejandra Pizarnik. La angustia interminable
>> miércoles, 22 de septiembre de 2010
El 25 de septiembre se cumple un nuevo aniversario del suicidio de la poeta. Aquí, un recorrido por sus intentos de novela autobiográfica y su fascinación por los diarios de escritores.
Alejandra Pizarnik tiene dieciocho años, acaba de empezar sus estudios universitarios, y ya tiene claro que quiere dedicarse a escribir.
El 27 de Junio anota:
"El vacío. Apollinaire aconsejaba para vencer el vacío escribir una palabra, luego otra y otra hasta que se llene". Las primeras páginas del Diario son floridas, y entre sus arborescencias, como pequeñas semillas, va sembrando frases, palabras, imágenes, de cuyos brotes nacerán, también, sus primeros poemas.
Pero su verdadero deseo, su meta, es expresada de inmediato al año siguiente: "¿Y la novela? Me gustaría una novela autobiográfica, pero escrita en tercera persona." Alejandra nunca escribe esa novela. Se escribe, sí, a sí misma. Se convierte en una poetisa canónica.
Hace de ella un personaje: aquel que César Aira, en su libro Alejandra Pizarnik , intenta desterrar del imaginario construido alrededor de la figura de la autora: el de "la pequeña náufraga", "la niña extraviada", la "estatua deshabitada de sí misma" y cosas por el estilo.
El deseo de la poeta
En noviembre de 2003, la profesora y traductora argentina Ana Becciú, atendiendo un deseo expresado verbalmente por la propia Alejandra, compila y publica sus Diarios, que terminan conformando, después de su muerte, el verdadero proyecto prosaico. El resultado, sin embargo, en nada se parece a lo que desde un principio parecía ser su mayor apuesta: construir un relato.
"El lenguaje me es ajeno", repite con insistencia mientras continúa en la búsqueda de "el libro como una casa". Pero su libro deviene cascada, obra que se realiza a partir del fluir de la conciencia, que enuncia permanentemente la falta y, a la vez, funciona como laboratorio para experimentar con la lengua de la que reniega y a la que deplora por incompleta, muda o estéril para construir sus formulaciones poéticas. En su estar adherida a sí misma, la escritura y la vida no tienen anverso ni reverso. El aplazamiento de la Obra con mayúsculas, la sensación de fracaso, la parálisis, el desgano, el odio hacia sí misma, el miedo, sus recuerdos de infancia obliterados, el cansancio, el deseo de "dormir para siempre" constituyen, finalmente, lo contrario de aquella imposibilidad que denuncian: la realización de su escritura. "He descubierto que cuando no estoy angustiada, no soy", escribe Alejandra el primero de mayo de 1988. "Si no fuera por el dolor, mi mundo interior equivaldría al de cualquier muchacha que bosteza en el colectivo, a la mañana, ataviadas para sus empleos en oficinas". Lo que Alejandra percibe y, a la vez, rechaza, es que el mundo de aquellas muchachas tiene una consistencia que el de ella no tiene. Sin la necesidad de trabajar porque su economía está resuelta sujeta únicamente por su propio cuerpo, que estalla de existencia y observa con repugnancia frente al espejo ("Me compré un espejo muy grande, me contemplé y descubrí que el rostro que yo debería tener está detrás aprisionado del que tengo"), la única salida es escribir sobre aquello que la ahoga. Admite que "debería trabajar", dejar de ser una niña, ingresar al mundo de los adultos. Pero también expresa su intensa vocación por la locura que, sin embargo, no la toma por completo, ni la terminará de tomar mientras pueda seguir poniéndola en palabras.
En ese pivote entre ser "normal" o seguir siendo excepcional a costa de caminar bordeando la muerte, es en el que se mece la escritura del diario. Pizarnik no sólo lleva un diario, sino que, también, se dedica con fruición a leer los diarios de otros escritores (algo que, tal vez, le otorgara la certeza de que por más íntimo o privado que sea, el Diario de un escritor que forjó su posteridad, tiene como destino final ser publicado): Virginia Woolf, Katherine Mansfield, Césare Pavese. Y en cada uno de ellos, reconoce sus propias ideas, miedos, imposibilidades.
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